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Un domador de olas

El freesurfer Jonathan Gubbins levantó su camiseta de algodón gris para mostrar el lugar donde Teahupo‘o –la ola que los nativos de Tahití llaman «Muro de Calaveras»– le recordó que era mortal. Revisando su torso señaló con el índice nudoso una cicatriz con forma de mordida a la altura del páncreas. Sucedió hace dos años, Gubbins ensaya una sonrisa al recordarlo. La forma de herradura que adquiere la ola Teahupo‘o hace que la parte superior se derrumbe en segundos. Con una profundidad que apenas supera el metro, si caes de esa ola te espera un arrecife tan afilado que el surfer prefiere usar las manos para explicarlo.

Para explicar el riesgo cierra su mano izquierda en un puño, con un movimiento rápido golpea la palma de la derecha y hace que las manos estallen. "¿Qué pasa cuando un tomate cae desde siete o diez metros sobre la punta de un cuchillo?" Te haces trizas, eso pasa. La vida de alguien que se dedica profesionalmente a surfear sin competir es más cercana al de un escalador sin cuerdas. El riesgo no es quedar segundo o no romper un récord, el peligro de domar olas es perder la vida. El cuerpo se regenera, las heridas empequeñecen, la memoria suaviza el impacto. Lo que fue un profundo zarpazo ahora es un grupo de gruesos rasguños. Gubbins se volteó hacia su laptop para buscar la foto del día en que se hizo la cicatriz. Un episodio más en la biografía de alguien que ve en correr riesgos un deporte. Gubbins se ha abierto la cabeza desde la frente hasta la nuca, se ha quebrado la columna en tres lugares distintos y después de tantos cortes con las rocas, las plantas de sus pies parecen la tabla de picar de un carnicero.

Cuando encuentra la foto cuenta que fue tomada minutos después del accidente. En la imagen está sentado en un bote blanco con la cadera izquierda ensangrentada y la trusa que lleva parece haber sido masticada por una trituradora. Cuenta que quería regresar al mar pero que la herida era muy dolorosa. ¿Qué más da perder algo tan efímero como una ola? ¿No siempre hay otra detrás? En Stoked un documental sobre la felicidad de conquistar olas de diez metros, que protagoniza Gubbins, describe su peregrinaje por encontrar esa ola que le permita capturar la atención del mundo. Detrás de la imagen relajada del surf, correr las olas que persigue Gubbins lo vuelve un deporte extremo. Pero mientras la hazaña de un surfista profesional es ganar un campeonato de olas estudiadas, los freesurfer profesionales se ganan la vida domando olas salvajes, en lugares donde un botiquín es una rareza.

Lo único fácil de su trabajo es enunciarlo. Domar una ola requiere de una logística de agencia de viaje, pasar unos diez meses fuera de casa todos los años y tener el talento para que todo el mundo quiera verte dentro una tubería de mar. Ahora con varios años apareciendo en las revistas más populares del mundo parece más fácil. Pero años atrás en un país que sólo era conocido por ser el lugar donde quedaba Machu Picchu requería más de un acto de fé que un cálculo de marketing. Cuando Billabong eligió Gubbins para llevar la marca a mares con bandera roja fue libre de perseguir las mareas del mundo. La tarde en la que recordó el origen de la cicatriz en Teahupo‘o, su departamento de San Isidro apenas si tenía un adorno en las paredes. Ha dejado de depender de los objetos para sentirse en casa. Es la vida de un peregrino de océanos que recorre las olas con las que millones de aficionados del surf decoran las paredes de sus cuartos.